Gilles Caron, joven y prolífico fotógrafo, murió en 1970 cuando contaba solo 30 años. La directora Mariana Otero repasa su vida a través de las miles de fotografías de su legado.
Gilles Caron, joven y prolífico fotógrafo, murió en 1970 cuando contaba solo 30 años. La directora Mariana Otero repasa su vida a través de las miles de fotografías de su legado.
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Originalmente publicado en DE LA HABANA HA VENIDO UN BARCO CARGADO DE…:
SOBREVIVIR A BOLAÑO O LAS ANGUSTIAS DE LA POSTERIDAD Diatriba a dos voces – Dedicada a los bolañistas de segunda generación Ulises y el canto de las sirenas…
Exposición desde el 29 de enero en el Musée de l’Élysée de París.
…que la acaba de fichar para la música del próximo 007, No time to die…
…y de relaciones, más o menos consentidas, entre adultos y menores.
Desde que la moda del feminismo ha saltado a la prensa, no dejo de preguntarme qué se debe sentir cuando uno –o una– se da cuenta de que perdió la ocasión de ir veinte años por delante de sus contemporáneos.
Leí el último ensayo de la psicóloga francesa especialista en superdotación y altas capacidades, Monique de Kermadec, La femme surdouée, un ensayo que creo debería traducirse al español, donde falta bibliografía sobre el tema. El planteamiento aquí se enfoca específicamente en la mujer, y naturalmente en definir qué rasgos pueden ser de naturaleza femenina, después de haber tratado previamente el tema que suele interesar más a los lectores, el de los niños superdotados, por los problemas que surgen durante el periodo escolar.
Kermadec, ella misma detectada como superdotada, ha preferido hacer una descripción sin profundizar mucho en los diferentes aspectos y problemas y fricciones que surgen entre la mujer –aquí, sobre todo joven y adulta– y la realidad. Este tipo de inteligencia no siempre es lógica y analítica por lo que también es fácil confundirla –si no se obtienen los logros sociales que se presupone ha de alcanzar en cada etapa de la vida– con escasa inteligencia. El rasgo más citado –sobre todo por los llamados «zèbres» en Francia– es la hipersensibilidad, a menudo combinada con la hipersensorialidad, lo cual convierte en una caja de resonancia especialmente aguda, que puede ser insoportable para el entorno.
Kermadec también ha aparcado el lado oscuro, el elemento perverso por decirlo llanamente, que pueden presentar ciertas personas con superdotación, altas capacidades o talentos –tres nociones diferentes– y parece que haya preferido ganarse a las lectoras detallando problemas recurrentes, como la sensación de ser diferente, de no encajar, la facilidad para saber algo sin acertar a explicar muy bien cómo se llega a ese saber –intuición fulgurante como rasgo que identifica a este perfil–. Sí se detiene en la relación entre anorexia, adicciones varias, depresión, autosabotaje, la necesidad de dotar de un objetivo a la propia vida, el rechazo de las jerarquías establecidas –dedicando epígrafes o capítulos enteros a cada aspecto– y las altas capacidades. Evidentemente, todo el valor que tiene su trabajo reside ahí, en el diagnóstico de aquello que escapa del promedio y las herramientas para resolver el conflicto. Es un libro que puede quedar como un título básico de referencia porque ha preferido mantenerse justamente en la base del asunto para describir prismas de las personalidades superdotadas/talentos/altas capacidades, dejando que la bibliografía actúe de invitación a profundizar en el tema.
El libro es interesante tanto por las ideas que Monique de Kermadec deriva de su práctica clínica como por las citas de especialistas, muy variados y actuales, es decir por su carácter no dogmático. Como creo que el siglo XXI es, a partir de la revolución de las nuevas tecnologías –y su funcionamiento arborescente–, el terreno más fértil para las altas inteligencias, al sistema educativo español le convendría centrarse en capacitar de una vez a profesores especialistas en estos perfiles, en lugar de mezclar a críos y adolescentes por su edad y juntarlos o separarlo según los apellidos sin prestar atención a esos rasgos psicológicos que a la corta o a la larga pueden provocar problemas de integración. Como los superdotados nacen en todas las clases sociales, si escurren el bulto y no cubren esta necesidad sencillamente se estará dejando que sea la capacidad económica de la familia o la buena suerte de la personas afectada la que determine el destino.
En España parece que se tiende cada vez más a la uniformización, a chafar las identidades que no respondan al cliché de moda, se ofrecen libros con ideas baratas clonadas del buen rollismo a lo Punset, así que este libro puede ser el principio de un antídoto para no caer en la completa indignidad mental.
De Richard Jewell, la última película de Clint Eastwood, insisten en prensa en que ha pinchado y que ha tenido poca taquilla. Subrayan como razón del desinterés la queja de la periodista real, pues se desprende de la película que obtuvo la información a cambio de favores sexuales al agente del FBI. Papeles interpretados, respectivamente, por Olivia Wilde y Jon Hamm.
Salgo de verla –miércoles, sin rebajas porque, explica la taquillera, la Warner Co. no lo permite– y, es cierto, pincha: cinco personas en la sesión de tarde, la única en todo el día. Iba resignada a que no me gustara pero me interesara, que es lo mínimo que cabe esperar de Eastwood. He ido con curiosidad por la carrera post-Mad Men de Jon Hamm y la interpretación de Katy Bates, nominada al Óscar. Es decir, que no entraba dispuesta a marcharme de vacío.
Pero me ha gustado mucho. Aunque no es tan molona como Gran Torino, ni tan compacta e intensa como Mystic River, su «mensaje» rebasa la cultura estadounidense y los iconos del perdedor, del terrorista solitario, de la clase white trash por poco que uno se detenga a paladear las escenas, y a reflexionar en la personalidad del protagonista, el muy convincente y emocionante Paul Walter Hauser, que ya bordaba su papel de nerd en Yo, Tonya.
El argumento, basado en hechos reales, relata la desventura de un exageradamente dedicado aspirante a policía cuando descubre, poco antes de que estalle, una mochila cargada de explosivos. Heridos, muertos, pero menos de lo que pudo ser. Sucede durante los Juegos Olímpicos de Atlanta ’96, que se hicieron famosos por la pésima organización, muy criticada además porque seguía al enorme éxito que cosechó la de Barcelona’92. Necesitados de un culpable, los patinazos cometidos en anteriores trabajos como guardia de seguridad sirven de pretexto para que alguien, alguien socialmente respetable, lo señale como posible artífice del atentado. ¿Por qué lo haría? Necesidad de reconocimiento y tal y cual. Aquí, las interpretaciones psicológica «salvajes» en boca de clasistas embadurnados de respetabilidad realizan el trabajo sucio.
No cuento más del desarrollo de la trama que se atiene a los hechos pero, entiendo también, exagera tal y cual rasgos de los personajes para crear antagonismos, tensiones sexuales, picos y hoyos de interés narrativo, todo lo que requiere un guión para conducir la narrativa, la trama hacia el fin deseado. Es, como siempre en el cine de C.E., historia de héroes inesperados, de perdedores, de los estragos de la opinión pública, de redención y lealtades y, no menos tópicamente, del individuo humilde enfrentado a diferentes maquinarias que, conjugadas, no solo arruinan de facto la vida de hombres y mujeres, sino también minan las certezas, los fundamentos sobre los que esas maquinarias aseguran sustentarse. Lo que vemos todos los días es que esas maquinarias están supeditadas a la vanidad o soberbia de personas que, con cierta cuota de poder, consideran su propia respiración el aliento de la divinidad.
Relata, entonces, la historia real del héroe convertido en villano, de la decepción en las instituciones de ese héroe ingenuo y, en una dimensión más amplia, menos ligada a los iconos estadounidenses, el concepto de héroe equivocado: la incapacidad de concretos grupos de presión de tolerar que alguien encarne valores nobles.
La interpretación de los actores, al principio algo sobreactuada en Wilde y Walter Hauser, resulta muy eficaz. Rockwell, que solía tener pequeños papeles cómicos en series, como CSI, saca gran partido de su personaje. El caso de Jon Hamm es muy curioso, porque Mad Men no solo definió una imagen muy atractiva por sus diferentes facetas como exploración de la masculinidad, también la solidificó. Además, la serie duró tanto que le dio la ocasión de interpretar emociones y situaciones tan diversas, tan opuestas hasta hacer del personaje una cosa y la contraria, que el reto en sus nuevos papeles es cómo descolgarse de lo ya visto –sempiterno héroe erótico en decadencia acodado en la barra de un bar como en el borde de un dilema: ¿se precipitará en la autodestrucción o conseguirá asirse a una pizca de vitalidad? En Richard Jewell, Clint Eastwood le permite ser un cabrón integral; no le resta matices al personaje pero sí le ahorra la incoherencia que volvía risible la última etapa de Mad Men.
Es normal que el film pinche en Estados Unidos, pues si los espectadores están engullendo los héroes de Marvel, les sobra esta historia. Otra cosa sería sorprendente en el país donde gobierna Trump.
En otro post observaba que ya son muchas las novelas que se inspiran en la obra de Philip Roth. Pocas lo declaran de entrada como esta de Gabi Martínez. Tenía mucho interés en leer algo de él, por su perfil viajero pero en lugar de proceder ordenadamente, me lancé de cabeza a este título, del que me llegaban noticias en Francia del entusiasmo que estaba despertando. Los franceses suelen admirar la elaboración estilística, el trabajo de lenguaje, así que supuse que esta novela iba por ahí.
Y no, la novedad resulta de otros elementos. Martínez narra la historia de un médico en Barcelona que sufre una extraña enfermedad que afecta a su salud mental pero él está convencido de que sufre la enfermedad que es objeto de su especialidad y de la que –si no recuerdo mal– no tienen casos para profundizar en la investigación, de carácter muy puntero. Es un hombre de orígenes modestos que buscaba, como los hombres de su generación, en la profesión de médico una forma de superar esos orígenes pero es también y ante todo un investigador de vocación. Está convencionalmente casado con una mujer que soñaba con un médico ambicioso, tiene dos -o tres- hijas y las relaciones con sus progenitores son complicadas. La enfermedad trastoca su destino y su esfuerzo va dirigido a demostrar que no se trata de trastorno bipolar.
Así contado, tramposamente resumido, no parece que los lectores vayan a lanzarse a leer el libro. La estrategia narrativa de Martínez es la de Philip Roth en sus grandes novelas: el autor profesional se hace portavoz de la historia de un personaje relativamente normal que debe hacer frente a una situación extraordinaria durante la cual se ve sometido a una injusticia de signo trágico. Tanto el autor como el médico protagonista se encomiendan a Roth, al que se cita profusamente. Sin embargo, lo que creo que consigue en Las defensas es una novela balzaciana en su panorámica y vívida representación de la sociedad barcelonesa: edades, profesiones, clases sociales, ambiciones, migraciones, conflictos…
De otro lado, hay dos líneas que son las que destinan esta novela al cajón de las obras de referencia de una época: es la historia de un acoso y de un hombre derrumbado por ese acoso. En tal sentido, está muy bien dosificado el tema al presentar al artífice de este ataque como un individuo encantador que finalmente desvela su capacidad y su poder para arruinar la vida de alguien que no se tiene más que a sí mismo. Enlaza con el perfil del personaje en cuestión su condición de «residuo» del viejo esquema franquista y son muy ilustrativas del modus operandi las páginas donde se relata cómo consiguió el cargo, su forma de controlar el cotarro al imponer a una mujer menos que mediocre pero de lealtad zorruna.
El otro asunto de gran relieve es, claro, el de la investigación clínica de una enfermedad que afecta al cerebro, que da pie a cierto debate –sin que nadie por aquí haya recogido el guante ni suscitado cualquier discusión entre los profesionales afectados– sobre la relevancia o futilidad del psicoanálisis y de la psicología –aunque el protagonista, como es ya un tópico en las últimas décadas, se inclina por esta tesis, la novela con su construcción de una «conciencia» –y otras de menor protagonismo- refuta la mayor; para ser del todo coherente, debería haber creado una narrativa y una polifonía de voces, es decir un texto capaz de esquivar con éxito los conceptos y símbolos del psicoanálisis. Algo prácticamente imposible en una novela que, en gran medida, trata del acoso y, con ello, de la castración psicológica, del pánico resultante que desata la enfermedad objeto del relato.
Las defensas es muy adictiva en su primer largo tramo, pero en el centro de la narración el relato semicostumbrista/naturalista de los usos profesionales y sociales de los personajes se hacen pesados, aunque no puedo decidir si la fidelidad al retrato de la sociedad de clase media barcelonesa que, por conocido, me ha sobrado. La narración acompaña al protagonista obviando aspectos que a los lectores pueden escamarnos, así la descripción de las mujeres. En la obra de Roth los personajes manifiestan, y es talento del escritor, una energía sexual que es el motor de sus actos. También Roth se mostraba escéptico frente a los análisis e interpretaciones de corte psicoanálitico a la vez que ofrecía filones para los interesados, sin construir nunca peleles o tipos. En Las defensas se refleja muy bien, demasiado bien, esa molesta condescendencia masculina hacia las mujeres, a las que se describe siempre en función, y exclusivamente en función, de su relación con el protagonista que, por otro lado, no logra interesarme.
Una novela con elementos que la hacen imprescindible en nuestro panorama pero que no acierta a crear el tipo de personaje –entiendo que hay bastante ficción y que los hechos documentados están en parte sometidos a las necesidades del relato y de las intrigas– que despierta y mantiene mi interés.