Richard Jewell, el héroe equivocado

De Richard Jewell, la última película de Clint Eastwood, insisten en prensa en que ha pinchado y que ha tenido poca taquilla. Subrayan como razón del desinterés la queja de la periodista real, pues se desprende de la película que obtuvo la información a cambio de favores sexuales al agente del FBI. Papeles interpretados, respectivamente, por Olivia Wilde y Jon Hamm.

Salgo de verla –miércoles, sin rebajas porque, explica la taquillera, la Warner Co. no lo permite– y, es cierto, pincha: cinco personas en la sesión de tarde, la única en todo el día. Iba resignada a que no me gustara pero me interesara, que es lo mínimo que cabe esperar de Eastwood. He ido con curiosidad por la carrera post-Mad Men de Jon Hamm y la interpretación de Katy Bates, nominada al Óscar. Es decir, que no entraba dispuesta a marcharme de vacío.

Pero me ha gustado mucho. Aunque no es tan molona como Gran Torino, ni tan compacta e intensa como Mystic River, su «mensaje» rebasa la cultura estadounidense y los iconos del perdedor, del terrorista solitario, de la clase white trash por poco que uno se detenga a paladear las escenas, y a reflexionar en la personalidad del protagonista, el muy convincente y emocionante Paul Walter Hauser, que ya bordaba su papel de nerd en Yo, Tonya.

El argumento, basado en hechos reales, relata la desventura de un exageradamente dedicado aspirante a policía cuando descubre, poco antes de que estalle, una mochila cargada de explosivos. Heridos, muertos, pero menos de lo que pudo ser. Sucede durante los Juegos Olímpicos de Atlanta ’96, que se hicieron famosos por la pésima organización, muy criticada además porque seguía al enorme éxito que cosechó la de Barcelona’92. Necesitados de un culpable, los patinazos cometidos en anteriores trabajos como guardia de seguridad sirven de pretexto para que alguien, alguien socialmente respetable, lo señale como posible artífice del atentado. ¿Por qué lo haría? Necesidad de reconocimiento y tal y cual. Aquí, las interpretaciones psicológica «salvajes» en boca de clasistas embadurnados de respetabilidad realizan el trabajo sucio.

No cuento más del desarrollo de la trama que se atiene a los hechos pero, entiendo también, exagera tal y cual rasgos de los personajes para crear antagonismos, tensiones sexuales, picos y hoyos de interés narrativo, todo lo que requiere un guión para conducir la narrativa, la trama hacia el fin deseado. Es, como siempre en el cine de C.E., historia de héroes inesperados, de perdedores, de los estragos de la opinión pública, de redención y lealtades y, no menos tópicamente, del individuo humilde enfrentado a diferentes maquinarias que, conjugadas, no solo arruinan de facto la vida de hombres y mujeres, sino también minan las certezas, los fundamentos sobre los que esas maquinarias aseguran sustentarse. Lo que vemos todos los días es que esas maquinarias están supeditadas a la vanidad o soberbia de personas que, con cierta cuota de poder, consideran su propia respiración el aliento de la divinidad.

Relata, entonces, la historia real del héroe convertido en villano, de la decepción en las instituciones de ese héroe ingenuo y, en una dimensión más amplia, menos ligada a los iconos estadounidenses, el concepto de héroe equivocado: la incapacidad de concretos grupos de presión de tolerar que alguien encarne valores nobles.

La interpretación de los actores, al principio algo sobreactuada en Wilde y Walter Hauser, resulta muy eficaz. Rockwell, que solía tener pequeños papeles cómicos en series, como CSI, saca gran partido de su personaje. El caso de Jon Hamm es muy curioso, porque Mad Men no solo definió una imagen muy atractiva por sus diferentes facetas como exploración de la masculinidad, también la solidificó. Además, la serie duró tanto que le dio la ocasión de interpretar emociones y situaciones tan diversas, tan opuestas hasta hacer del personaje una cosa y la contraria, que el reto en sus nuevos papeles es cómo descolgarse de lo ya visto –sempiterno héroe erótico en decadencia acodado en la barra de un bar como en el borde de un dilema: ¿se precipitará en la autodestrucción o conseguirá asirse a una pizca de vitalidad? En Richard Jewell, Clint Eastwood le permite ser un cabrón integral; no le resta matices al personaje pero sí le ahorra la incoherencia que volvía risible la última etapa de Mad Men.

Es normal que el film pinche en Estados Unidos, pues si los espectadores están engullendo los héroes de Marvel, les sobra esta historia. Otra cosa sería sorprendente en el país donde gobierna Trump.