Continuando con el asunto de la polémica en torno a Gil de Biedma, vale la pena detenerse a pensar de qué va el caso realmente, y qué intenciones tienen los promotores de la polémica. En el caso de García Montero ya dijo que se sentía en deuda con el poeta catalán, así que es natural que aproveche su posición dentro de la institución del Cervantes para promover el homenaje. Es obvio que él encontrará más razones para celebrarlo que para denigrarlo, como suele suceder cuando alguien con relieve social favorece a una persona más joven en un campo como la poesía. Se trata de ese tipo de deudas que complace saldar y hasta vanagloriarse de la deuda.
Trapiello plantea, como viene haciéndose en los últimos años, si hay que pasar por alto las acciones miserables de personajes socialmente relevantes y apreciados, como aquí Gil de Biedma. El asunto va ligado a controversias como las que envuelven a figuras célebres y celebradas como Polanski y Handke o polémicas como Celine. Personalmente, reclamo el derecho a decir que no soporto a tal o cual artista y que no tengo por qué matizar ese aborrecimiento. Igual que hay quien tiene debilidades incomprensibles por figuras ue nos parecen menos que mediocres o irrelevantes. Y tengo derecho a mi aborrecimiento porque nada, salvo el ínfimo porcentaje de sus ingresos que pueda corresponder a que yo compre o no sus obras -libros, entradas de cine, dvd con sus obras completas en el caso de un director, camisetas, pósters, etc– afecta al libre desarrollo de su arte. Junto con mi libertad de aborrecer porque sí va la conciencia de que, en lo que tiene de pulsional, tampoco puede tomarse muy en cuenta a la hora de emitir un juicio ponderado sobre las acciones del artista en cuestión.
Como el cine es un arte que sí me interesa, me importa cómo se trata el tema Polanski. En principio, para mí bastaba que hubiese llegado a un acuerdo con la chica a la que violó para cerrar el caso. Si ella, de adulta, sopesa los aspectos del problema y decide con libertad qué le conviene para pasar página, puedo considerarlo una de las salidas posibles del trauma. Ahora bien, cuando surgen nuevas denuncias de mujeres que relatan hechos similares y hablan de violencia, de violación pura y dura, el asunto adquiere otro cariz y considero un insulto a la inteligencia que, so pretexto de que el fulano a veces -no siempre– realiza buenas películas, debemos pasar por alto que una parte muy concreta de la población –chicas rubias que guardan parecido con su mujer asesinada por la familia Manson- despierta en él un determinado comportamiento que las leyes consideran delictivo.
En El Quijote se lee un aforismo, de boca de un «discreto caballero», que va pintiparado a los casos que se discuten estos días: «letras sin virtud son perlas en el muladar«.
Al mismo tiempo, vale la pena preguntarse si ciertas guerras o batallas a las que se nos convoca como ciudadanos son verdaderamente nuestras guerras o se nos está utilizando para otro tipo de negocio.
A saber, Trapiello relata que hace años ya sacó el asunto de la escena de Gil de Biedma y el niño prostituido y que los tres amigos de GdB, Gimferrer, la Regás y la Moix, le quitaron importancia. No sé si la enemistad entre Trapiello y Gimferrer viene de ahí pero a mí me tocó asistir a una escena sobre ese desprecio mutuo que no me hizo ninguna gracia.
Tras leer mi novela publicada en Mondadori –envié yo un ejemplar, si no me equivoco–, Gimferrer decidió que le había gustado bastante y me llamó para hacer de nuevo lecturas en Seix Barral. Conviene recordar que leer para él como director literario de Seix, antes de venderla a Planeta, fue precisamente mi primera colaboración como freelance al salir de la CCRTV. Pero en 1997 no me apetecía aceptar una tarea menor como leer manuscritos y algún que otro libro en francés, tarea pésimamente remunerada además, pero era imposible decir que no a un Gimferrer como en su momento era imposible decir no a Anagrama.
Como en otras editoriales, el ritual consistía en pasar al despacho del editor, comentar de viva voz las impresiones más relevantes sobre el texto y entregar los informes, que a veces él leía mientras yo permanecía sentada muy formal esperando el fin del teatrillo. A menudo G. estaba recostado en su sillón giratorio con las largas piernas sobre la mesa y rodeado de un mar de mecanoscritos y de libros, algunos de otras editoriales. También era habitual en él explayarse a partir de los textos informados sobre diferentes asuntos, siempre con mucha erudición, algo que en mi primera etapa –aún menor de 30 años– me hacía muchísima gracia. Dicho de otro modo: era un bonus nada despreciable añadido a la tarifa entre mísera y mediocre.
Supongo que las lecturas de aquel día eran irrelevantes e impublicables y no recuerdo por qué sacó a colación una pulla de o contra Trapiello –del que yo solo conocía el nombre-. Dijo que había escrito un soneto y lo leyó muy ufano.
A mí no me hizo la menor gracia por lo que contaré enseguida, así que apenas terminó de leer, y con el asunto de los informes ya cerrado, me levanté y le dije en un tono que recuerdo de ironía y fastidio: «La culpa de esto la tiene Quevedo, que ha hecho creer que el insulto es un arte».
Piénsese la situación: llevaba yo siete años como free-lance y básicamente lo que había encontrado era mucho trabajo por debajo de mi formación y experiencia o, cuando coincidía con esta, muy mal pagado, y dilación insoportable en los pagos. Había dejado el puesto en la televisión, donde estaba muy bien considerada, para convertirme en el pimpampun de cualquier desaprensivo. En los dos últimos años previos a esta charleta de Gimferrer yo había tenido que digerir la deslealtad de Jordi Llovet, para quien trabajé por cantidades irrisorias, sin seguro, con la promesa de no dejarlo tirado como habían hecho otras chicas a las que había colocado en posiciones más ventajosas que la mía, y el acoso del editor Toni Munné en Planeta NoFicción. Pese a que prácticamente toda la gente a la que yo trataba estaba al corriente del mal trago que estaba yo atravesando, agravado por el acoso de este canalla, no hubo nadie que le diera un toque para pedirle que me dejara en paz.
Una vez publicada la novela, no solo no se hizo una gestión profesional sino que me vi tratada de lo peor, incluido de «bastarda» –algo que no corresponde, dicho al pasar, con la realidad concreta–, de «gilipollas» por ese mismo Munné. Se me cerraron muchas puertas por la lectura pacata que se hizo, y que Ignacio Echevarría no corrigió como debería haber hecho al haberme animado a publicarla. De modo que, con el agua al cuello económicamente y a punto de caer en una profunda depresión –como diagnosticó el médico en su momento– no me divirtió lo que un tipo, poeta y eterno aspirante a Premio Nobel, con las patas sobre la mesa, un sueldo a tono con el cargo, me tomara de rehén de sus rencillas y pretendiera que le riera una gracia que yo no vi en ninguna parte.
No era mi guerra y tampoco lo es lo que pudo hacer Gil de Biedma y este asunto es una cortina de humo más sobre problemas más graves del mundo de la cultura.
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