¡Cuánto artículo y ruido por una polla muerta! Lo que vuelve a quedar claro es que para los que controlan el cotarro las pollas y los culos de la burguesía disfrazada de moderna siempre valdrán más que la mera y simple decencia.
No voy a dedicar un minuto más a comentar la peripecia de Gil de Biedma, quien seguramente tenía calculado el efecto del episodio del chaval en Filipinas [por un perro que maté, mataperros me llamaron], pero sí a subrayar el mucho tiempo dedicado a defender a personajes de ficción –la polémica sobre Lolita y Nabokov estirada hasta hacerse vomitiva en la exposición de obviedades–, a figuras muertas y más que celebradas ya, y lo poco que se habla de la censura de ahora mismo, y de la falta de transparencia en decisiones económicas sufragadas con dinero de TODOS los españoles, incluidos los que no leen.
Me sorprendió esta serie porque, entre elementos exagerados y con interpretaciones histriónicas, aborda con acierto el problema del dominio y la coacción sexual en el trabajo en esos ámbitos liberales donde, como los tíos son tan guays y sus sueldos los vuelven tan guays, dan por seguro que las chicas, tan guapas y modernas, tan liberadas y con tanto título superferolítico, tan ambiciosas y lagartas, consideran normal bajarse las bragas a poco que el jefe lo pida… o sin pedirlo: con alargar la mano, todo el territorio es de su propiedad.
En uno de los episodios, una exempleada del equipo del programa de televisión relata llorosa cómo el ambiente del grupo predisponía a valorizar estas conductas y a no ver –o fingir que no se veía– cuánto había de coacción y de explotación de la frágil posición de las empleadas, a las que se degradaba de inmediato, es decir coincidiendo con la pérdida de interés del gallo del corral.
Lo mismo pasa aquí con la gauche divine, pero a fe mía que nadie publicaría la novela o el relato con el detalle de ese cerco, acoso y hundimiento del abusado (hombre o mujer).
El tema fundamental de la serie, los efectos de la corriente MeToo en la sociedad norteameriana y cómo repercute entre las empresas que crean y manipulan la opinión pública, va de la mano de un tema siempre vinculado a los medios de comunicación: en qué medida revelar la verdad, o una verdad, vale el riesgo y las consecuencias. Este problema está encarnado por la protagonista, Bradley Jackson, interpretada por Reese Whiterspoon, alguien que carga en su «mochila personal» con la culpa por haber denunciado a su padre, culpable de haber atropellado a otra persona mientras se encontraba «en estado de embriaguez». Se nos está diciendo que, ya desde muy joven, su personal concepto de actuar con ética implica llegar a denunciar a su propio padre (asegura que para evitar la repetición del accidente). Lo que da en llamarse el «arco de evolución del personaje» por fuerza tendrá que mostrar si las experiencias en las que ella participa la conducen a modificar o flexibilizar su búsqueda de la verdad a cualquier precio.
Que las series funcionen como mecanismos bien engrasados depende de detalles que permitirán ser leídos según la lógica de la moral –o «mensaje» en lengua coloquial– que se pretende transmitir. Así, cuando la periodista negra, Hannah –Gugu Mbatha-Raw– localiza en su casa a Bradley –tras hacerse viral una grabación en la que se la ve perdiendo los estribos frente a otro colega y vociferando una parrafada sobre el sufrimiento de la clase obrera, en lucha en ese momento–, la trama juega con la idea de la productora eficiente capaz de localizar a cualquiera; en su satisfacción y el tono persuasivo se entiende: «te localicé, te cacé en tu madriguera», cuando en los sucesivos episodios veremos que a quien ha encontrado es justamente a quien va a dejarla sin escapatoria frente a esa verdad que en aras de un bien general –demostrar la culpabilidad del acosador interpretador por Steve Carell– supuestamente se sitúa por encima del derecho a la propia imagen de las víctimas.
Naturalmente, otro aspecto del guion y que puede considerarse como un leit-motiv de la «construcción» narrativa es cómo actúa el elemento nuevo y extraño que desencaja los automatismos de una maquinaria –la llegada de la tal Bradley Jackson y sus modos propios del periodismo de batalla introducidos en un programa de entretenimiento masivo–. Los efectos de las acciones de cada persona están planteadas como en el juego de billar donde el golpe de una bola puede dar carambolas y/o llevar a otro al hoyo. Y si en apariencia es la «autenticidad» temperamental de B.Jackson lo que determina una intensificación y el revelado de los conflictos latentes en el grupo, lo que también vemos es que el nuevo director tiene un plan y está manejando a sus empleados como a marionetas para ejecutar el plan de limpieza y control general que se ha propuesto. En este sentido, está claro que esa lectura cínica –los grandes medios utilizan las tendencias y corrientes de indignación de la masa lectora para sus propios fines siempre que dispongan del capital para hacerlo– se conforma mejor con lo que vemos todos los días. Por eso mismo, el flirteo entre la periodista polvorilla y el Superjefe molón tiene el incentivo de averiguar no si ella acabará liada con él para demostrar que las afinidades personales están por encima de las clases sociales sino si él ha tendido una red para zampársela cuando le convenga. Ya se verá.
Debe estar conectado para enviar un comentario.