En su instagram, el crítico de El Cultural Nadal Suau publicitaba un artículo suyo publicado en la revista del periodista Mora, ctx/contexto, con el fenomenal título de Una deshonestidad de otro tiempo, en el que respondía a otro artículo de Javier Cercas, titulado Una superstición de nuestro tiempo, en el que este, sin dar el nombre del crítico, arremetía contra su reseña de la novela de su compañero del premio Planeta, Manuel Vilas, Alegría. No he podido leerlo, pues no estoy abonada a El País. Tampoco he leído las novelas del Planeta, dicho sea de paso. Me enteraba, en parte, del contenido por lo que Nadal Suau reproducía de él para replicarle.
En tono de risa, Nadal Suau se refiere a la insinuación de Cercas sobre los críticos que castigarían a aquellos escritores que osan rebatirles o mostrar su disgusto ante reseñas negativas y/o escritas con mala fe:
y por otro, que esos mismos tipos tienen aterrorizados a sus posibles detractores ante la posibilidad de “represalias”. ¡La Asociación Española de Críticos Literarios imponiendo la omertá en la España Constitucional!
Aquí, Nadal Suau juega a yo soy de Mallorca y estoy en Mallorca, como si la isla le permitiese mantenerse en la inopia y no darse por enterado de que, efectivamente, las represalias existen. Antes, el mismo Nadal Suau apunta al blanco oculto de la diatriba de Javier Cercas, que no podía ser el autor de ese panfleto que no se tiene en pie por ningun lado –salvo el de nuestra condescendencia–, Literatura de izquierda, del argentino Damián Tabarovsky [obsérvese que NS cita a Tabarosvky para rebatirlo en la misma frase; para eso sirve su libro, como un repertorio de contra-citas]:
¿seguro que el apellido Tabarovsky le molestó más que el apellido Echevarría, que también invoqué?),
Y, hala, ya mentó la bicha, como dirían nuestros clásicos. El nombre de I. Echevarría va, efectivamente, unido a tal cantidad de represalias –incluida yo misma– que una tiene la impresión de presenciar no un debate –¡quien lo viera!– sino lo que realmente es: una guerra de posiciones, en la que lo de menos es la buena literatura. No digamos la crítica que en estos momentos no existe. Hay algunos buenos críticos –pongamos Pardo, en Babelia, y los incombustibles Guelbenzu, Santos Villanueva, como profesionales que pueden abrir en canal el libro, no al escritor (diferente de la noción de «autor», por hablar con alguna precisión). Hay también muy buenos lectores entre los escritores, que de vez en cuando asoman en los suplementos, como Justo Navarro o Marcos Giralt Torrente o Eduardo Lago, por dar tres muy dispares. Pero una corriente de crítica literaria moderna, ahora que ya tenemos «colocados» a todo el nocillaje, ¿dónde está?
De modo que Nadal Suau o es de Mallorca o se hace el de Mallorca porque represalias las hay, y en este punto tiene razón Cercas, aunque les falta decir a todos, al hablar de los premios Planeta, que lo de menos es la literatura –buena, regular, mala u horrorosa–. Ya es curiosa esta tendencia a atacar exclusivamente al escritor de fama como si no fuese una pieza de una maquinaria muy poderosa y no atacar nunca a los que mueven el engranaje de esa maquinaria. Ni una palabra nunca contra las/los agentes literario/as que intervienen en el negociado (eufemismo) de los premios, ni contra los editores que abortan carreras o no defienden a sus escritores –la larga lista de autores que cambian de sello no solo por dinero sino por sentir el respaldo de un/a editor/a que va a saber verbalizar el interés de sus libros y proyectos–. Ni contra el negociado de subvenciones y becas oficiales, que concedió una beca a Vilas de estancia en la Academia de Roma, donde probablemente terminó de escribir la obra premiada por Planeta. Tampoco habla nadie, tampoco ninguno de ellos, de las subvenciones a la traducción de obras españolas, concedidas por Acción Cultural Española, que caen sobre autores extranjeros como Leonardo Padura –más de 30.000 euros para traducir al francés y al alemán su última novela, publicada en Tusquets, propiedad de Planeta, que estrangula económicamente a los colaboradores (como yo), que terminamos con menos capacidad de maniobra que un ciclista de Glovo y similares. De esas tropelías no dice nadie nada.
No sé si es del todo creíble la estampa con que se pinta Nadal Suau como alguien que lucha en pro de la buena literatura y de su independencia con las armas de su buen hacer por 85 míseros euros porque también llama la atención cuántas veces su buen hacer solo se destaca en cuanto apoya a los escritores favoritos de Echevarria –no saca su réplica a Cercas en El Cultural, donde originalmente publicó su (bien argumentada) reseña de Vilas, sino en la revista que acaba de ser condenada a pagar equis cantidad de euros por tratar de manchar la reputación de Resines–; el mismo Echevarria que no tiene el menor reparo en publicitarlos mientras critica que otros hagan lo mismo (léase: pasear a sus amigos por congresos y parrandas similares sufragados con dinero público).
La humilde condición de crítico a tanto la pieza que esgrime NS lo convertirá o no en diana de represalias según las defensas que el humilde crítico muestre. Al respecto, hay que subrayar que las represalias viajan en todas direcciones: de escritores contra otros escritores, y de estos contra críticos: quienes somos realmente independientes y no nos prestamos a cambalaches recibimos de todos lados. Una mínima reserva, expresada sin violencia, tratando incluso de «salvar» libros que van a ser objeto de críticas durísimas en los periódicos principales; un enfoque inesperado para poder incluir la reseña del libro en una publicación que de otro modo la rechazaría; una negativa a convertirse en la publicista gratuita de tal escritora –así entienden algunas la sororidad–, un artículo más lúcido de lo soportable por los popes, todo vale para ahogar la crítica independiente.
Así tiene razón Nadal Suau cuando observa que la crítica hoy día no está muy boyante. ¡No le echaréis la culpa de ello al coronavirus!
Una breve historia ejemplar
No todos los que están en condiciones de humillar aprovechan la oportunidad de rematar al humillado sino que prefieren recuperar su propia dignidad haciendo justicia. Valga el siguiente recuerdo. En cuarto curso de Literatura española contemporánea, en la Facultad de Filología de la Central (Barcelona), teníamos de profesor al catedrático Antonio Vilanova. Un hombre en la cincuentena, muy serio, trajeado y encorbatado, que ocupaba la tarima con autoridad e impartía el curso con amplio conocimiento y elocuencia. A mitad de curso, rondando el tercer trimestre, se ocupaba de Unamuno, que si las novelas, que si el ensayo, que si el pronunciamiento militar. Unamuno decía algo en sus ensayos y yo no estaba conforme con su planteamiento. Lo discutíamos en el patio algunos alumnos –cuatro especialmente entusiastas– sin llegar a nada. Para mí, la cuestión era indecidible. Pensé que nadie mejor que el profesor de la materia. Un día en clase, alcé la mano y pregunté, Vilanova se indignó, yo aclaré, él volvió a indignarse, mencionó a Proust –a quien yo empezaba a leer–; sin ceder, sintiendo el calor del odio de los que querían pasar la hora sin alteración neuronal, opté por callar y no acaparar la clase. Al terminar, bajó en procesión un grupito de alumnas, conocidas por vestir muy bien, con prendas muy caras, y venir de colegios privados, para decirme que ellas «sí me habían entendido» y creían que yo tenía razón, que bajaban al bar y que si quería ir con ellas. Llegó un examen parcial, entre las preguntas cayó la de Unamuno. Quien me lee ya sabe que nunca me bajo los pantalones, así que yo insistí en lo mío. Resultó que Vilanova no era solo de los que leían de pe a pa los exámenes sino que además comentaba en clase los cinco mejores. Con su voz bien proyectada por todo el aula dijo que le había sorprendido especialmente uno, y volviéndose hacia mí admitió públicamente –delante de más de cien personas– que me había entendido mal. Al final de curso, me encontré con una matrícula de honor. Otra matrícula la recibió una de las chicas «bien vestidas», quien más de una vez tuvo que digerir el gesto de estupor de alguna profesora, espetándole que «ella» (en su fuero interno: «con ese aspecto», «con esa ropa») no «podía» haber hecho ese examen (tan brillante). A veces, los que dicen ser progresistas son más reaccionarios que un serísimo catedrático nacido en los años 20 del siglo pasado.