Notas para la Academia: de negros y fantasmas

Yo lo escribo, tú lo firmas: radiografía del ghostwriter

Días atrás, Alejandro Luque publicaba en JotDown un artículo dedicado a los «negros literarios», es decir a los escritores que crean o redactan libros, discursos, artículos para que los firmen otras personas, por lo general luminarias en alguna profesión que las coloca bajo el foco público. Personajes a los que se supone talento para armar un discurso propio o famosos por razones ajenas al idioma y que se ven en la tesitura de hablar en público.

El artículo me parece que frivoliza con una situación -la del negro– que debería estar sometida a una regularización estricta, como todo lo relativo a la creación literaria, y al sector en que se trabaja como free-lance. Luque incluye testimonios de diferentes personas, en su mayoría hoy reconocidas, con lo cual es grande la tentación de mirar hacia atrás sin ira.
Yo hice de «negra» a mi pesar y por ello guardo un rencor completo y absoluto hacia las personas que propiciaron que no me quedara otra opción que aceptar esas colaboraciones, mal pagadas y de ningún modo reconocidas, mientras la editorial, el editor y el figurón que firmaba se llevaban dinero y aplausos.

Entiendo que hay una diferencia entre corrector de estilo, negro y «editor» tal como lo entienden los estadounidenses. Los dos primeros tienen un cometido definido de antemano y muy probablemente el pago se ajusta a la intervención sobre el texto que se pacta, de ahí la satisfacción que manifiestan algunos, como Bonilla, que habla de cuatro meses salvados por el ingreso. Otros hablan del buen trato con el especialista que domina mejor la materia objeto del libro que las técnicas de redacción. Yo también guardo un buen recuerdo de uno de estos especialistas, un periodista encantador que hace años se trasladó a Brasil tras dos décadas en Italia. (Claro que seguramente el buen recuerdo va ligado a que sucedió antes del acoso inclemente del editor).

El quid del problema está en cuando lo que debería ser una corrección de estilo se convierte en una reescritura, un editing tan radical que el resultado es muy distinto del texto que entregó el «autor», del que a veces solo es reconocible el tono, o este y las anécdotas. Y que no se paga conforme al trabajo realizado.

El de Luque era uno de tantos artículos que leo y me indignan más o menos vagamente por esa frivolidad que ha llevado, por acumulación, a la situación de precariedad de la que se lamentan los menos favorecidos, los más explotados dentro de ella, como Ana Iris Simón, la autora de Feria. Como tantos otros artículos enervantes, iba a dejarlo pasar, pero contiene una referencia al Loco de la Colina que me importa aclarar ya que unos y otros van publicando sus memorias, a veces parciales o esquemáticas.

«En cuanto al trabajo de guionista radiofónico o televisivo —sobre todo, en este tipo de programas—, cree que «un guionista, salvo que trabaje para él y en su propio proyecto, es un negro, puesto que escribe para otro, o para otros, por dinero. La diferencia es que al guionista se le reconoce la existencia en los créditos, y al negro no», dice. 

»»De todos modos, y contra lo que pueda pensarse, yo no he sido negro de Quintero salvo en sus libros, en los que no figuro como autor o coautor porque la editorial quería que libros como Cuerda de presos o Trece noches fuesen firmados por Quintero; y en El Loco de la Colina, que allí lo éramos todos los que escribíamos porque no aparecía en ningún sitio el nombre de ninguno de los guionistas. Aparte de eso, siempre he figurado en los créditos como guionista o coguionista de todos los programas que he hecho junto a Quintero durante casi treinta años. En este tiempo, no he sido negro de Quintero, he sido guionista de Quintero», subraya.»

El proyecto de libro de Cuerda de presos me lo ofreció en la primavera de 1996 el editor de No Ficción de Planeta. Hasta ese momento yo me había ocupado, además de innumerables correcciones de estilo, del editing -aunque él lo llamaba corrección de estilo– de varios títulos que habían tenido muchas ventas, como el éxito inmediato que fue El amor armado, de Mendiluce -que sé fue rechazado por Anagrama, y la responsable de prensa de esa misma editorial en aquellos años contó las risotadas con que celebraron algunas escenas lírico-amorosas del original, que el autor, famoso como cooperante -director en ACNUR– cuando el tema humanitario no estaba de moda, presentaba sin aclarar el sexo de la persona a la que iba dirigido el poema.
Otro de los títulos que edité –en el sentido de organizar los bloques de texto, proponer epígrafes y títulos de capítulo, corregir el estilo (redacción, gramática, ortografía), y eliminar párrafos o todo aquello que resultara innecesario para la mejor comprensión del texto final– fue el que firmó Gemma Nierga, Hablar por hablar. De la experiencia con el de Nierga y con el infame editor saqué la conclusión de que no debía regalar mi esfuerzo por un pago miserable. Cuando me habló del de Quintero, me explicó que las páginas que yo tenía entre manos eran obra de gente del equipo del Loco; si no recuerdo mal, era gente asociada en una productora y me maravilló lo bien que se lo montaban algunos. Leí unas páginas y me pareció que la salida comercial del proyecto de libro dependía de que tuviera la expresión tan característica del Loco de la Colina (por lo que mi aportacion solo podía ser técnica; es decir, que tenía sentido intervenir solo después de que el libro adquiriera esa voz característica). Javier Salvago cuenta en el artículo que él fue el negro del libro Cuerda de presos; según veo en internet, Planeta lo publicó en 1997. Me figuro por la trayectoria de Salvago que entregó un texto bien acabado y cumplidito y que se le pagó en consecuencia. Además, subraya que Quintero no omite nunca su nombre, que aparece siempre como guionista o coguionista. Muy distinto de lo que me ofrecía a mí Munné: no solo una tarifa de corrección en lugar de editing, sino además llamadas continuas por teléfono, comentarios personales y preguntas fuera de lugar. Cierto día deslizó que yo tendría dificultades para encontrar trabajo si «se sabía» que yo era «conflictiva»: no hay que decir que toda mi «conflictividad» consistía en negarme a sus avances a la vez que soportaba estoicamente lo que se fueron convirtiendo en insultos.
¿Quién ha ganado? Basta con mirar alrededor para saber la respuesta.
La canción da bien el embrollamiento de los entresijos de la profesión.