Ya sabemos que la fama o el reconocimiento de un artista no dependen de su talento; a veces, la condición fundamental, tratándose de autores de muchas décadas atrás, es que el público tenga fácil acceso a su obra. Dejadme, entonces, que cuente cómo he llegado (al fin) a leer Los bravos, la primera novela de Jesús Fernández Santos (Madrid, 1926-1988). Tenía decidido leerla desde que vi su nombre junto al de los escritores más sobresalientes de la llamada «década de los cincuenta»: Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Alfonso Sastre, Juan García Hortelano, Juan Goytisolo, etc. Todos ellos, también Fernández Santos, cuentan con una obra diversa y extensa, en géneros y temas. Los listados de nombres y comentarios críticos sobre esta época siempre mencionan Los bravos (1954) y la señalan como precursora del llamado «realismo social» o «realismo crítico», eclipsada pronto por el éxito de El Jarama. Por diversas circunstancias, incluido probablemente que el boom editorial que ha favorecido la resurrección crítica y comercial de varios de ellos se produjera en los años noventa, es decir, después de la muerte de Jesús Fernández Santos, este escritor tiene, en comparación, una pobre presencia en publicaciones de crítica literaria o en librerías.
Buscando la novela, y curioseando en ediciones de su no breve bibliografía, que incluye Los jinetes del alba, Extramuros, Cabeza rapada, Laberintos, Jaque a la dama, entre otros títulos, varios de ellos llevados al cine o adaptados a la televisión o premiados en concursos de prestigio, descubrí que las bien surtidas bibliotecas de Barcelona solo tenían un ejemplar de la novela que le dio a conocer, en la edición con prólogo erudito de la editorial Castalia —que es un indicio serio de consagración en el ámbito de la literatura española—. Esta biblioteca cierra todo el mes de agosto y yo tenía ya prisa. Antes de ir a buscarlo en librerías físicas o digitales ocurrió que, en un trayecto habitual, pasé por delante de dos establecimientos donde venden libros de segunda o enésima mano: el más nuevo, grande y molón estaba cerrado por vacaciones; el otro vende libros, muebles y objetos heteróclitos en horarios estrambóticos. El dueño del primero es un catalán que sabe que hoy se puede hacer negocio con los grandes títulos de la literatura universal. El del segundo es un africano que valora, literalmente, el libro por las tapas. Si el volumen está gastado, yacerá en el suelo junto al escaparate, para quien se lo quiera llevar. Ahí entro yo: suelo echar una mirada irónicamente conmiserativa al nombre de los autores: ay, vanidad de vanidades, ayer famoso, lucías en los estantes de la España desarrollista; hoy yaces desarrapado entre orines, polvo y colillas de marihuana. Dispersé en abanico algunos libros de la vieja colección Biblioteca Básica Salvat y ahí surgió Los bravos, en su primera edición de 1971 (y las Cartas marruecas, de José Cadalso, título que apenas dos días antes había decidido releer).

Ejemplar de la colección Salvat, muy difundida en los años 70. Lleva un prólogo esclarecedor y elogioso sobre el contexto editorial de Carmen Martín Gaite.
Cuando empiezo Los bravos ya sé que Fernández Santos fue amigo de los autores más representativos de la generación de los años cincuenta, a los que frecuentó; que abandonó los estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, donde había hecho sus pinitos en la dirección de teatro con el TEU; que a finales de los cuarenta estudió realización en la emblemática Escuela Oficial de Cine; y que se dedicó profesionalmente a la dirección y realización audiovisual, sobre todo de documentales, para la televisión española. No sabía que el título de su primera novela no alude al mundo del toreo, como la proximidad temporal con la narrativa de Ignacio Aldecoa y su trilogía de los oficios invita a pensar, sino que es una expresión referida al carácter de los habitantes del lugar donde se desarrolla la morosa trama, una aldea de doce habitantes situada en la frontera entre León y Asturias, donde la tierra da para muy poco y se perciben las huellas, sobre todo económicas, de la pasada Guerra Civil.

Imagen de la frontera de Asturias con León. En la actualidad parece que hay problema de lindes. Foto del Diario de León, 2017.
La historia arranca in medias res con la llegada de un joven médico y un viajante; es un narrador omnisciente el que en discurso indirecto libre va presentando a los diferentes personajes —incluido algún animal—; destacan, además de los dos forasteros, el viejo cacique, Prudencio, que vive prácticamente aislado, en concubinato con la joven Socorro y enfermo del corazón; el viejo orden parece a punto de cambiar, no bruscamente sino por el signo de los tiempos, es decir, la atracción que ejerce «la capital» sobre los campesinos más decididos. Ahí está el avispado Pepe con su coche, y el dueño de la cantina y el de la fonda, o las mujeres ansiosas en su soledad, los chavales y las niñas que serán mujeres ahogadas en el silencio, y el chico enfermo, los guardas, los asturianos, el cura, es decir, un corte de vida de la historia rural española en la inmediata posguerra.
El gran acierto, y posiblemente también la razón del olvido en que parece perdida esta novela, es la sencillez y naturalidad del lenguaje —rasgo que, por otro lado, ya hemos visto en los autores de esta generación—, estrictamente ligado a las exigencias de la mínima trama y al estilo objetivista, que el mismo autor vincula a la influencia de la narrativa norteamericana —Fernández Santos escribió que leían con sumo interés a los «menos maltratados por las traducciones»—, y a la necesidad de no excitar a la censura española.
Si bien el autor parece ausentarse de la narración, al no inmiscuirse con las habituales reflexiones que comentan el ser y hacer de los personajes, al no ofrecer tampoco apuntes históricos o biográficos, su presencia se detecta como la marca de estilo de todo escritor. En Jesús Fernández Santos la marca consiste en el talento para la elipsis y el montaje de las diferentes escenas y secuencias de un modo nítidamente cinematográfico. Describe los paisajes, especialmente el río, que tiene una gran presencia, los cambios de luz y las tonalidades de color, pero también describe los sonidos del campo, de los objetos, las voces, y no con un sentido únicamente pictórico, con el ojo adiestrado del cineasta, sino para representar la personalidad del paisaje leonés y su influencia en la psique de los personajes: el paisaje y el clima se imponen y a unos les ofrecen seguridad y compañía, a otros los abruman y los desgajan de la civilización. En menos de doscientas páginas no solo relata las costumbres del campo, también son significativos los desplazamientos fuera del pueblo: las montañas donde los pastores cuidan el ganado del señorito y la capital con su crecimiento, que abre la posibilidad de rápidos negocios, conforman un triángulo con la aldea, siendo la estación, la carretera y los caminos sus nudos de conexión.
Los bravos ha sido integrada en la corriente neorrealista por una parte importante de la crítica; sin embargo, a un lector atento no se le escaparán las alusiones a la narrativa norteamericana: ese «al otro lado del río, entre los sauces» (p. 19) es un eco clarísimo de Al otro lado del río y entre los árboles, título de 1950 de Ernest Hemingway. El argumento de dicha novela —un coronel cincuentón estadounidense se reúne con su amante de diecinueve años en Venecia; sabe su amor condenado, pues sufre del corazón— parece recreado en la relación entre Prudencio y Socorro, con el añadido de la diferencia de clase. Fernández Santos declaró como inspiración directa Santuario (1931), de William Faulkner, y aunque no resulte de entrada obvio, haciendo abstracción de los nombres y de nuestro conocimiento de la guerra civil española, la acción y caracteres, Los bravos bien puede leerse como un wéstern, aunque con menos disparos, y como la historia del héroe solitario —el médico—que se impone sobre el grupo, en un territorio hostil, por su presencia de ánimo y desesperada juventud.