Con este artículo termina mi colaboración con El Rinconete. Me apetece leer a autores extranjeros y continuar con otros temas que he tenido aparcados y también estoy obligada a aumentar mi solvencia económica [¿y quién no hoy en día?]
Quería subrayar que es de agradecer la libertad y confianza que el Instituto Cervantes –y dentro de él las responsables de El Rinconete y [en su momento] El Trujamán– da a sus colaboradores para abordar diferentes temas relacionados con las culturas hispánicas. Trabajar sin censura y sin preocuparse de que el crítico estrella del periódico o revista donde colaboras te arrebate el libro del que ya tenías escrita la reseña, o el reportaje que llevabas haciendo varios años, como me ocurrió en el Culturas de La Vanguardia, ensancha el territorio de lo posible y da aire a los pulmones.
LOLITAS Y CARNÍVOROS
Una mujer desnuda, novela de la escritora Lola Beccaria (Ferrol, 1963) —doctora en Filología Hispánica, editora en 1996 de una obra perdida de Lope de Vega, El otomano famoso, autora también de La luna en Jorge (2001) y coguionista de Fausto 5.0 con la compañía La Fura dels Baus—, se publicó en 2004 en una editorial literaria y fue recibida por la crítica establecida con cálidos elogios.
▬No, Damián no era un pederasta. Era un ángel disfrazado de ser humano. Y ahora, de nuevo, venía en mi ayuda. […] Me había escamoteado la verdad, me había negado a mí misma. […] Había pisoteado una y mil veces a aquella niña que yo fui para convencerme a mí misma de que podía llevar una vida normal, como los otros. (p. 192)
Se advertía de antemano al lector que abordaba, con escenas eróticas muy explícitas, el espinoso tema de las relaciones sexuales entre una niña de siete-ocho años y un adulto de treinta y cinco —un médico, amigo de la acomodada familia de la cría— y de las que esa misma niña, ya adolescente, mantuvo con el padre de una compañera de colegio. También se informó de que Una mujer desnuda iba destinada en principio a la colección erótica La sonrisa vertical, que dirigía J. L. García Berlanga y publicaba la editorial Tusquets, colección que para las fechas de publicación dejó de existir.
El relato comprime en una larga noche la confesión de una mujer de cuarenta años, Martina Iranco, abogada y nada menos que ministra del Interior, impulsada por la noticia de que un prestigioso defensor de chavales explotados, Damián, su iniciador en el conocimiento de su auténtico ser, naturalmente a través del sexo, está acusado de pedofilia.
A la altura de 2004, a cuatro años de que en España estallaran las burbujas más visibles, la económica y la inmobiliaria, la publicación y la recepción de esta novela entraban de lleno en la autoindulgente consideración de la política editorial española establecida desde los años noventa: se buscaba una comercialidad sin ambages con el revestimiento de un estilo hecho de oficio y desparpajada aceptación del sistema; producciones literarias que la crítica de los grandes diarios leía y reseñaba sin mayores aspavientos, sin ahondar nunca en las contradicciones que definen a este tipo de novelas, a menudo obra de mujeres a finales de la treintena: la asimilación de corrientes que no pueden considerarse estrictamente literarias, tampoco de pensamiento, surgidas con la llamada «nueva narrativa», también tachada de light.
Si la literatura erótica tiene sus claves, sus clichés, y cuenta con que el lector los conozca —nadie espera que en un relato pornográfico los protagonistas expresen sentimientos profundos, se enamoren sinceramente (sea lo que sea lo que tal sintagma signifique), se casen en presencia de su familia y sean eternamente felices—, la novela de Beccaria utiliza tales claves y clichés en la parte de los escarceos eróticos de la protagonista y narradora —no solo de niña, también de adulta con sus guardas de seguridad y el plantel de maduros bien situados que puntuaron su escalada al poder— mientras por otro lado juega la carta literaria: la de las reflexiones de corte progresista, el autoanálisis y la interpretación de los orígenes de la conducta sexual, los traumas e inhibiciones según la más estereotipada tópica psicoanalítica.
Su lectura sugiere que los beneficiarios de las ventajas de la eclosión económica de la Transición, desde los años ochenta hasta la crisis del 92, habían asimilado que la realidad construida durante estos años de bonanza económica —periodo marcado, como recordará el lector, por el derrumbe del bloque soviético y la instauración del llamado pensamiento único— era «la realidad» y solo podían existir y ubicar sus argumentos en ese contexto políticamente estable donde no cabían ya grandes ni sustanciales transformaciones.
No puede sorprender que, en semejante marco de pensamiento sólido por único, al que paradójicamente un filósofo caracterizó por sus «relaciones líquidas», una novela erótica con la ambición fundamental de entretener y de excitar, con el añadido de un revestimiento ligero de crítica a la hipocresía general —qué hay más ligero que una crítica general— y a la represión sexual normativa, fuese leída y acogida positivamente, por una mayoría —como es corriente— de críticos varones, y presentada en determinadas publicaciones por colegas féminas de la autora cuya trayectoria estaba asociada a la precocidad literaria y al prestigio de la poesía y de la narrativa poética. Ni que se advirtiera que abordaba un tema tabú, como es la relación sexual con niñas realmente pequeñas, en un momento económico y cultural de holgura y autosatisfacción, cuando parecía que precisamente el único tabú pendiente de derribar en público, entre los sectores cultivados, era el de las relaciones consentidas con menores.
También es propio de la década, de esa corriente literaria española, que la mujer ofrezca su versión del tópico bien arraigado de Lolita —la púber protagonista de la célebre novela de Vladimir Nabokov—. Lo realmente paradójico es que en la novela de Beccaria la mujer toma la palabra para certificar el deseo fantasmático del varón. Por supuesto, no es este rinconete —ni ningún rincón en varios kilómetros a la redonda— el lugar donde se tramitan certificados de feminismo. Sí el lugar donde llamar la atención sobre cómo las fantasías de la protagonista se acomodan a las de radical sumisión en todas sus edades, desde criatura hasta mujer adulta en su cómico disfraz de ministra del… Interior.
Lo llamativo de la peripecia es que, si dejamos de lado los escarceos eróticos, no termina de quedar claro el mensaje político o moral que parece ser el detonante del relato y que desde la perspectiva de los quince años transcurridos desde la publicación de la novela, a la luz de la sacudida que ha supuesto la profunda crisis económica vivida en España y en los países del sur de Europa, resulta una confusa papilla de reivindicaciones en pro del despiporre sexual o del apoyo y rescate de los niños explotados… en países infradesarrollados.
Sí queda claro que desnudez es un concepto muy relativo; que, en una confesión que declara ser a tumba abierta, nunca caen todas las máscaras pues hasta la confesión más (se supone) escandalosamente reveladora sobre todo revela el contexto moral del momento. Y, en este sentido, Una mujer desnuda es una excelente instantánea de la autoindulgencia y autocomplacencia cultural que imperaban en la literatura española antes de la crisis del 2008.