El problema de amenazas con que se encuentra Lucía Etxebarria desde que decidió, valientemente en mi opinión, contestar la campaña por la ley trans que lidera Irene Montero, ministra dentro del gobierno de coalición español, refleja hasta el hastío el momento cultural y político que vivimos en España. Cuando gobierna la izquierda, –o como ahora una coalición de centro izquierda (PSOE) y de socialdemócratas radicales (lo cual puede parecer incongruente de no ser por lo derechizado que está el PSOE) mezclados con otras corrientes de izquierdas (Podemos)–, la derecha enciende el motor de la crispación. La paradoja es que creo que Etxebarria tiene razón al esgrimir el argumento de la ciencia para contestar a esas campaña de la identidad de género como algo «sentido». No cita fuentes, para variar y flaco favor hace así a su posición.
Etxebarria ha entrado al trapo de refutar los argumentos que defienden Irene Montero y diferentes organizaciones por varios motivos, incluidos de carácter ideológico. Hay que reconocerle el valor de haber machacado con el asunto y presentado información contrastada, en lugar de limitarse a oponer opiniones y sentimientos, para sacar la discusión, el debate, del restringido circuito de las minorías interesadas/afectadas por el tema trans.
No puede extrañarle a nadie si digo que esa ley se encuentra entre las últimas de mis preocupaciones. En su momento, siguiendo muy distraidamente la polémica que puso en la picota a la autora de la serie de Harry Potter, me pareció que la persecución buscaba cobrarse piezas relevantes. Pero también es interesante ver y analizar cómo operan los grupos de presión -de la tendencia que sea–. Lo que hoy llaman cultura de la cancelación solo tiene de novedad el nombre y el que sus motores, agentes, usuarios, son colectivos/personas que hasta la fecha habían sido perseguidos, censurados, expulsados de cualquier circuito de poder y de liderazgo.
Muy ingenuo hay que ser para no darse cuenta de que las acusaciones de cancelación suelen venir de quienes han sido siempre canceladores o censores por «derecho natural», es decir por preminencia social o económica, o de sexo.
Lo escribo con cierto hastío y sabiendo que el eco que una determinada contestación al poder tiene depende del renombre de la pieza a batir. En este sentido, la campaña de Etxebarria puede ganar adeptos pero el fin último, y por eso lo alberga una revista, The Objective, financiada por una derecha que no se llama abiertamente ultraderecha por mera estética. El nombre de la revista no debe entenderse como de la familia de la independencia y la objetividad sino de la finalidad y la meta. El objetivo de la revista así llamada es contribuir al triunfo de la derecha ultraliberal: contratar a firmas como la de Lucía y Olmos no tiene que ver con atraer a pensadores o a lectores independientes sino con aprovechar lo borroso de los lindes ideológicos en que ambos se mueven para poder fingirse progresistas mientras trabajan por la vuelta de sistemas reaccionarios.
Un ejemplo de esta ceremonia de la confusión se ofrece de nuevo en el escarpado asunto de las denuncias de abusos sexuales o psicológicos. Ya lo escribo con fastidio y da rabia que a estas alturas del siglo nos encontremos tan retrasados en valentía de la reflexión y tan faltos de conceptos sólidamente establecidos, precisamente avalados por la ciencia, como le gusta a la Etxebarria.
Leí la noticia de la muerte del director de teatro, y profesor en el Institut, Joan Ollé; murió de forma repentina a los 66 años de un infarto al corazón. Pensé que era una prueba más de que el estrés mata, el estrés emocional se entiende. La vergüenza, la humillación, el silenciamiento matan. La ciencia que ahora lo estudia todo también ha estudiado como y en qué medida sube la presión arterial de los subordinados con cada humillación callada, por el mero hecho de deber obedecer órdenes, por ver anulada la autonomía. La mayoría de lectores estarán enterados de que Ollé fue uno de los profesores acusados por varias alumnas y exalumnas del Institut del Teatre de abuso sexual y de abuso de poder; al ser el único que aún ejercía cuando saltaron las acusaciones, fue apartado del cargo y más adelante dimitió la directora del centro -público y se paga con nuestros impuestos–, dándose golpes en el pecho por no «haber sabido» gestionar adecuadamente la situación antes de que se convirtiera en clamor.
Es fácil ver en el infarto de Ollé la expresión de la impotencia a la hora de responder a una situación en que la verdad es más compleja que la acusación resumida en términos acuñados «abuso sexual», «abuso verbal» y «abuso de poder», hoy muy banalizados.
Lo extraño es que nadie responda a las «líneas de defensa» esgrimidas por abogados espontáneos de Ollé y de otras eminencias acusadas de despotismo y de abuso del cargo. Enterrado el director de teatro y profesor contestado, se entierra el problema de base, que sigue ahí. La defensa, como la que publicaba hace poco también en The Objetive el editor Andreu Jaume –quien también defendía a Jordi Llovet en el mismo sentido en otro artículo con fervor digno de mejores causas–, bajo el patético título Las dos muertes de Joan Ollé, se apoyaba en que los grandes artistas son a veces con sus discípulos muy duros, y es lícito que sean groseros, tiránicos y despóticos porque son genios. El axioma se puede presentar al revés: como es grosero, despótico, como insulta a la alumna y la veja y la trata como a puta barata, es más que probable que sea un genio. Como ocupa un cargo de relieve y la otra está ahí para aprender, como hay tal disparidad de fuerzas y de expectativas, por esa misma fuerza de las verdades de superficie quien tiene razón es el profesor. A los alumnos se los tacha de blandengues por derrumbarse y protestar, pero me cuesta ver a Andreu Jaume, y a tantos como él que han ocupado muy jóvenes posiciones relevantes, aprendiendo a base de insultos y de vejámenes. Más bien es una mala suerte reservada a otros, a gente que consideran una amenaza a su posición y/o privilegios.
No entiendo por qué no se observa la situación desde el otro lado, desde el de todas las mujeres que renunciaron a cursos, a trabajos, a colaboraciones, a profesionalizarse en su vocación, porque no soportaban pagar el precio, fuese la vejación verbal o sexual. Porque a ese precio no merecía la pena continuar. Porque la amenaza de verse desprestigiadas profesionalmene era muy cierta. Estoy convencida de lo que digo y de tener razón porque formo parte de ese grupo.
Una de los argumentos para redignificar al acusado es politizar el caso. No se trataría entonces de alguien al que ha alcanzado el tiempo del me too, sino de alguien puesto en la picota por poderes más importantes que un grupo de niñatas -que acusan al docente de dureza o acoso para esconder su falta de talento–: en este caso las corrientes independentistas que gobiernan Cataluña y tienen colocados, o pendientes de colocar, a sus huestes en los diferentes organismos culturales, económicos, de educación, etc.
Dicen que el nuevo poder indepe se ha cargado a personas contrarias al procés utilizando las acusaciones ligadas a las corrientes feministas y por ser verdad esta afirmación –es una realidad constatable que a menudo aprovecha a candidatos del sector indepe la vacante que deja el expulsado–, parece que ha de negarse la acusación de abuso de poder y otros delitos. Hay que reformularlo de otra manera: hay más casos de abusos de poder que quedan tapados e impunes y no se denuncian porque no hay poder político u otro poder consistente al que su denuncia y juicio le reporte ventaja.
© Fusilamiento de Torrijos en las playas de Málaga de Antonio Gisbert Pérez, Museo del Prado