«Juegos de niñas» de José María Conget en Turia

Esta reseña se publicó en Revista Turia, núm. 139, 2021

José María Conget (Zaragoza, 1948), autor de una extensa trayectoria narrativa que incluye cuentos, novela y ensayo literario, entrega su último volumen de relatos, narraciones de diferente extensión, temática e interés. Por su extensión, algunos relatos son propiamente nouvelles, como el risueño Un día de verano y el esperpéntico Toronda. El último cuento da título al volumen, Juegos de niñas, si bien, al contrario de lo habitual en muchas recopilaciones, no puede considerarse una síntesis ni un concentrado de rasgos del conjunto.

comparten todos el rastro de la dilatada influencia que han tenido en la obra del autor las vanguardias del boom latinoamericano, la nueva narrativa norteamericana y el modernismo anglosajón, sin olvidar a Borges, desde su primera novela, quadrupedumque, hasta la última, la lograda El mirlo burlón. Esta influencia se traduce aquí en el uso del monólogo interior, en las alternancias del punto de vista y de las voces narrativas –contando siempre con la complicidad de un lector avezado–, en la mezcla de registros coloquiales y de elevado nivel cultural, en las alusiones a la cultura popular en forma de canciones, películas de género, cómics y obras literarias. Estos recursos, que ubican la narrativa de Conget dentro de la corriente renovadora que definió a su generación, se ponen a menudo al servicio de una temática que el lector intuye autobiográfica.

            Los recuerdos de una formación intelectual, sentimental y, a la postre, antirreligiosa en plena España franquista, uno de sus temas recurrentes, comparecen de nuevo en La patrulla cristiana y en Toronda, este último englobado dentro de la serie Tres cuentos malsanos sobre escritores, serie que se completa con Alma gemela y Congreso. La patrulla cristiana presenta a un joven, Paco, al que el cura, don José María, nombra presidente de Acción Católica y encarga velar por la moral del pueblo, amenazada de pronta corrupción por el estreno de la película escandalosa –cuyo título todo lector español mayor de 40 años adivinará antes del final– que Don Evaristo, prohombre del lugar y dueño del cine, ha programado. Paco está en edad de echarse novia por lo que cuando conoce a una forastera de modos resueltos interesada en ver la película condenada se producirá cierta colisión entre el deber y el deseo. El relato demuestra, con claro tono berlanguiano, la habilidad de Conget para describir a través del diálogo y cuatro pinceladas un tipo femenino habitual en su obra, el de la muchacha que arranca al joven protagonista de cierto sonambulismo erótico, a veces también político, en conexión con la paulatina maduración de una conciencia que se rebela contra las estrecheces intelectuales y morales del franquismo, como ya hizo en Tiempo hostil y en Confesión general, incluidos en su anterior gavilla de relatos publicados en 2017. En la divertida y muy recomendable Confesión general, un mozalbete creyente y empollón, típico personaje en la población literaria de Conget, decidía someter su alma a un streaptease ante el sacerdote de turno mientras su incipiente espíritu crítico, alimentado por las lecciones de filosofía, le revelaba las contradicciones insolubles entre la fe y la razón, sumiendo al sagaz muchacho en la perplejidad. Sagaz en extremo es también la pequeña protagonista de Juegos de niñas, Ariadna, que relata los días de vacaciones con sus padres en una urbanización playera, la amistad con otras vecinitas mientras su madre se concentra en dar los últimos toques a una tesis sobre, nada menos, las relaciones de Voltaire con la cultura inglesa, y el padre, modesto empleado de banco, se conforma a regañadientes a la ambición académica de la mujer, puestas sus esperanzas de ascenso social en el apoyo de un venerable catedrático. Las anotaciones en un diario de la adolescente Manoli, que introduce a Ariadna en la cultura televisiva y en los celos infantiles, completan las voces del relato que traza un paralelismo entre los desengaños de madre e hija.

Además de recrear las neurosis del español de clase media baja que se eleva, al cursar estudios superiores, a un rango que a menudo lo desliga de su raíz y vitalidad, Conget trata de la soledad, da lo mismo si sus protagonistas son escritores encerrados en sus pesadillas (Toronda) o en su vanidad (Congreso y Alma gemela), si son maridos con los sentidos alterados por un virus (Gripe) o por la autoindulgencia (Revelación); el tema de fondo es el zarpazo en la conciencia del destino mortal del hombre y las culpas aledañas por aquello que se hizo mal o se dejó de hacer. Las narraciones en que esta certeza está mejor imbricada en el argumento y en el perfil del protagonista, a menudo un hombre de mediana edad, culto y algo presumido sobre tanto saber cosmopolita y superficial acumulado, que tiene su modelo en los héroes “woodyallenescos”, son las que aciertan a controlar la tendencia congetiana a las citas literarias y a la digresión erudita. Así destacan tanto el homenaje a “Felisa Ferruz, la tía”, titulado True Love, donde rememora los paseos que le daba por Zaragoza a la anciana, obligada a desplazarse en silla de ruedas, cantando ambos las melodías americanas, como La piscina de los zombis.

El título de la romántica canción favorita de la mujer, True love, ayuda a enhebrar recuerdos y afectos sobre la vida de la recién fallecida, sus frustraciones y orgullos, en el contexto ya conocido del franquismo en provincias y su siempre sorprendente contraste con el cosmopolitismo acelerado de los españoles; y entre ellos, tantos protagonistas del autor aragonés. Este homenaje se hermana con otros reunidos en libros anteriores, como la elegante rememoración de la actriz y directora de cine Jeanne Moreau en Su pálido rostro de mujer fatal, del anterior volumen de cuentos.

Los lectores aficionados al sarcasmo contra la profesión literaria disfrutarán de la serie de «cuentos malsanos»; en ella, planta a escritores más o menos identificables en situaciones grotescas, en escenarios como ferias internacionales, congresos o presentaciones, o frente al ordenador y sus propios libros, siempre más indulgentes con sus propias imposturas que con las de los colegas. El tema de los escritores españoles cegados por su vanidad y provincianismo parece agotado y convendría un abordaje más serio y quizá introspectivo. En el conjunto sobresale La piscina de los zombis, narrado con técnica diarística, páginas destinadas al médico que se ocupa del protagonista, obligado a realizar terapia de rehabilitación tras un turbio accidente de tráfico. Con oficio y erudición, el autor reflexiona sobre los poderes del amor en una prosa suelta y siempre creíble.