Fragmentos de un discurso amoroso

El valor y el interés de una novela crece con los ecos que es capaz de despertar, las reflexiones que detona. Así sucede con una novela breve que acabo de terminar, Los días perfectos, de Jacobo Bergareche, publicada por Libros del Asteroide (una editorial en la que no he leído todavía nada malo, ni siquiera aproximadamente malo). Aunque no es una novela redonda, lleva a recordar los amores de William Faulkner con Meta Carpenter y su nidito de amor en Hollywood –el ático del hotel representado en esta postal vintage–, que brinda la metáfora de todo el relato; las alusiones al Pedro Salinas de La voz a ti debida señalan otro punto cardinal del texto, en forma de misiva más o menos amorosa, y que en conjunto resulta una aportación contemporánea a un libro siempre moderno, Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes.

Iconoclastas

godard garrel mal genio

Para seguir con el tono del artículo «Empleos de verano», es decir para jugar a la iconoclastia de los temas emblemáticos de la teoría de los años 60 y 70, recomiendo leer un libro al que ya me he referido en otro momento, La séptima función del lenguaje, del versátil Laurent Binet, y la película del ganador del óscar por The Artist, Hazanavicius, Le redoutable (Temible).

Le redoutable es una adaptación al cine de Une année studieuse [Un año ajetreado], escrito por la amante de Jean-Luc Godard, la actriz Anne Wiazemsky, luego escritora y directora de cine, que narra la relación con el célebre director de La chinoise. La versión cinematográfica es divertida, iconoclasta en el sentido que ridiculiza al genial director, y está cargada de alusiones meta-cinematográficas. Desde el punto de visto de Hazanavicius -y probablemente del de la actriz y escritora- Godard es un personaje patético, payasesco y, naturalmente, machista. Como en el caso de Binet, una se ríe a gusto pero sin compartir ni el punto de vista ni el tono de la película. Para mí lo sobresaliente es cómo Louis Garrel defiende a su personaje. Garrel, hijo de un conocido director de cine francés justamente de la época gloriosa, está adquiriendo un nivel que lo convierte en presencia indiscutible del cine de hoy. Aquí, su famosa tupida melena se convierte en una calva nada incipiente y las icónicas gafas de pasta de Godard conocen más de una y de dos veces el contacto del suelo… Este recurso chaplinesco no deja de tener un significado simbólico: en un momento de ebullición histórica como fueron los 60, con el punto álgido en las protestas y reivindicaciones del 68, se nos dice que su mirada no acertaba a ver la realidad con precisión porque su instrumento –las gafas como símbolo de elaboración de lo visto– quedaban inútiles una y otra vez.

Vaya por delante que la actriz, la flaquísima y autosatisfecha Stacy Martin, no me gusta nada, aunque la confianza en sí misma que demuestra como actriz, y en su propio cuerpo, permiten que la película llegue hasta el final sin demasiado tropiezo, pero me cuesta no pensar en el carisma de las actrices de la época, incluida la auténtica Wiazemsky, o Anna Karina, ya no digamos las grandes divas.

Godard aparece retratado como un machista muy desagradable, y no hay por qué dudar de los recuerdos de su joven pareja. Sin embargo, no me convence cómo representa la confusión de Godard respecto a las exigencias participativas de las clases trabajadoras, y cómo esta exigencia de participar en la batalla suponía discutir el concepto de «genio» que se le endilgó a él desde su rompedora aparición en À bout de souffle. Es divertido como comedia, del mismo modo que las ácidas descripciones y escenas que Binet inserta para burlarse de Sollers y Kristeva –los únicos que siguen vivos de todo el santoral setentero y que amenazaron con denunciarle– son hilarantes. Pero esa burla, esa parodia, en ambos casos –Binet es más inteligente– deja de lado la sustancia que convirtió a estos intelectuales en figuras de referencia. Para un joven espectador que vea Mal genio (traducción elocuente), Godard no fue más que un misógino, pedante y ególatra director de cine de filmes entre políticos y románticos. Y como, en aras de atraer al público más amplio posible, se obvia la potencia intelectual de Godard –pese a desastres como algunas cintas infumables que expulsaron de las salas de cine incluso a los más fieles–, no se transmite acertadamente la contradicción que experimentaba el cineasta entre su voluntad artística y la conciencia de deber participar en la revolución de su tiempo.

Dicho de otro modo, no es fácil para un lector no leído, no enterado de las contradicciones de la década, advertir que el drama de Godard fue que empatizó demasiado con un movimiento que no le pedía, según él creía, renunciar a su identidad genial, disolverse en el colectivo, por usar la  terminología de la época. Resulta más fácil entenderlo si se compara con la actitud de Pasolini en relación al movimiento estudiantil-revolucionario. Dado que el italiano tenía un punto de vista hipercrítico hacia el desarrollo económico y las consecuencias en términos de consumo que acompañaron a la década del despegue, nunca se puso de lado de los estudiantes y así recibió una sonora pitada precisamente en la Sorbona. El arte, la poesía, el cine, eran formas de expresión autónomas y él como autor, intelectual, artista, entendía esas revoluciones como formas sofisticadas del progreso consumista de la evolución del capitalismo industrial. Por ser un hijo rebelde de la pequeña burguesía, y homosexual, Pasolini no tenía complejo de culpa respecto de sus iguales, mientras que Godard, artista genial hijo de un banquero suizo –repito: BANQUERO SUIZO–, sentía la necesidad de acompañar las impugnaciones a la totalidad de sus coetáneos. El contexto político era bastante diferente de un país a otro.

De manera que Le redoutable es divertida, iconoclasta pero, como protesta con razón Louis Garrel, una siente la necesidad de defender a Godard, no de justificar su misoginia ni su vanidad, sino su lealtad a la transformación profunda de la figura del artista e intelectual del momento. Si uno lee a Deleuze y a Godard, advertirá que  el director de cine se hace eco de las reflexiones del primero. En conclusión, quizá de lo que se trata –dejando de lado los problemas a la hora de elegir a la pareja adecuada– es de ser más exigentes con nostros mismos para ponernos a la altura de Godard, Barthes, Kristeva e tutti quanti, en lugar de aparcarlos, de denigrarlos con lecturas reduccionistas para ser tan mediocres y pactistas como conviene a los Hazanavicius de cada día.

Enric de Santos, la alquimia con alma, en El Rinconete

Enric de Santos con teleobjetivo, de su galería en CANSON

Seguramente una forma acertada de presentar al fotógrafo Enric de Santos (Barcelona, 1948) es decir que hay dos Enric de Santos, muy distintos pero complementarios. Uno, probablemente el más conocido en el ambiente fotográfico de Barcelona, es el profesor y promotor de iniciativas encaminadas a fomentar la fotografía de calidad y la técnica fotográfica analógica —sin desdeñar la digital—, a través de cursos, talleres y seminarios de especialización, o de manuales y revistas. Este primer De Santos es autor de más de treinta libros, cofundador de la revista La Fotografía, promotor de la Primavera Fotográfica e impulsor de ANFA, la Asociación Nacional de Fotografía Analógica.

De Santos inició esta faceta como animador cultural y divulgador de técnica fotográfica en los años ochenta como docente en centros privados y, desde entonces, ha batallado hasta introducir un plan de estudios de cinco años —en el emblemático Instituto de Estudios Fotográficos de Cataluña—, un planteamiento que ha sido acogido también en Túnez y Marruecos donde, de la mano de asociaciones de fotografía oficiales, se van a formar futuros profesionales.

Un rasgo que Enric de Santos comparte con otros fotógrafos españoles dados a conocer entre la década de los cincuenta y la de los noventa es haber llegado a la fotografía a través de otra profesión. La disciplina que dejaron atrás marca profundamente en todos ellos su concepción y práctica fotográficas. De Santos estudió Arquitectura y Física Nuclear. Sí, nada menos. La formación en Física Nuclear fue sufragada por la empresa Enher, para la cual De Santos trabajaba desde muy joven y donde pronto alcanzó una posición relevante que abandonaría para consagrarse a la fotografía. Esta era la herramienta adecuada para recopilar información y construir un archivo de imágenes que diera constancia de la buena ejecución de determinados proyectos. Así fue como tan insólita combinación de disciplinas, arquitectura y física, alimentaron su práctica: su destreza en la comprensión del espacio daba como resultado imágenes más interesantes que las puramente informativas y sus conocimientos de química facilitaban el proceso de elaborar los productos para revelar los negativos y después sacar las copias en el laboratorio. Los aficionados a la fotografía analógica saben que hay una vertiente artesanal en este arte que es también oficio, pues el fotógrafo, como el pintor, puede personalizar al detalle sus herramientas. El empeño de De Santos pretende dotar al alumno de la máxima autonomía, no solo porque con el auge de la tecnología digital hay menos productos «analógicos» —carretes, reveladores, papeles y cámaras—, sino también para despertarlo de la pereza inducida por los programas informáticos de tratamiento de imágenes.

© Enric de Santos

© Enric de Santos

El otro De Santos es el fotógrafo de paisajes naturales y (ocasionalmente) urbanos, deslumbrantes en la serenidad que transmiten. Son imágenes casi siempre en blanco y negro tomadas con cámara de formato medio —una Mamiya o una Hasselblad—, reveladas siguiendo unos cálculos matemáticos rigurosos para obtener un negativo perfecto que en el laboratorio copiará sobre papel de alta calidad o pasará por el escáner para una impresión digital. El destino de esas fotos será la exposición o un libro.

Los paisajes nevados de la Espluga de Francolí, la montaña de las Bardenas Reales, el puerto de Barcelona o de Menorca, la cuenca minera onubense de Riotinto, la costa cantábrica, el Algarve portugués, la costa de Zumaya, en Navarra, el detalle de rocas, corrientes de agua, estructuras arquitectónicas. No son imágenes denotativas ni obvias, aunque reconozcamos la geografía, sino espacios donde el fotógrafo acota una esencia. Por eso, más que de una montaña o de las formas dibujadas por la erosión, cabría hablar de «signos». Estas imágenes no son ilustraciones de un paisaje, no son instantáneas triviales de una geografía espectacular ni pretextos para una exhibición técnica sino retazos de tiempo. La composición, la luz, el ambiente, recuerdan el esencialismo del arte japonés realzado por la fuerza de la tradición mediterránea.

© Enric de Santos – Playa de Badalona y vista de la central térmica de San Adrián del Besós.

Enric de Santos suele decir que fotografía imágenes que le «llaman» y que ponen al espectador en la posición de ver de una manera diferente. Su efecto sobre el espectador recuerda la definición que Roland Barthes dio del término satori, es decir, una revelación, un acontecimiento zen que el semiólogo describía como un movimiento más o menos intenso pero carente de solemnidad que hace vacilar el conocimiento: se produce entonces un vacío de la palabra. A diferencia del De Santos profesor de fotografía que explica con palabras cómo obtener imágenes a través de una alquimia de tiempo y de productos y objetos tangibles, el Enric de Santos fotógrafo revela el lugar donde la palabra desaparece: no hay discurso, sino la naturaleza presente y con sentido. Mientras el conocimiento técnico se «contagia» con la pasión del docente, la experiencia fotográfica se revela como un acontecimiento que se impone serenamente.

© María José Furió & Instituto Cervantes