Me ha gustado especialmente en la película de Noah Baumbach, Marriage Story, cómo trata a los protagonistas y cómo, a fuerza de dejarlos a ras, los tres secundarios principales –es decir, Laura Dern, Ray Liotta y Alan Alda, interpretando a los abogados de Scarlett Johansson ella, y de Adam Driver los otros dos– prácticamente los devoran con interpretaciones y momentos de fuerza que parecen construidos como pasaporte a los Oscar. En una película que, es verdad, trata de la devoración de unos por otros, dentro de la pareja y de la familia. Me ha gustado con qué naturalidad se presenta aquí la batalla hoy común de los hombres por la custodia compartida, aunque en el caso del director de teatro protagonista forma parte también de su neurótico afán de dominio.
Al contrario de lo que algunos comentarios señalan, que parecen personajes salidos de una de las comedias dramáticas de Woody Allen ambientadas en Nueva York, me pareció que el aspecto dramático se volvía más intenso porque ninguno de los dos, pese a moverse en los ambientes del cine y el teatro, tenía nada de la habitual histeria infantil de woody allen con su apetito de fama, ni la mitomanía del éxito y la búsqueda delirante del aplauso del público.
Es muy evidente la influencia de Ingmar Bergman por el continuado homenaje que le rinde, desde el título de una de las obras que interpretan en el teatro, Escenas de un matrimonio, pasando por el corte de pelo de Scarlett Johansson, y esos primerísmos primeros planos suyos que parecen evocar a la actriz Bibi Andersson en Persona. Pero el guiño que me hizo especial gracia fue el nombre de la compañía… Exit Ghost. El título de la no menos célebre novela de Philip Roth, que aquí se tituló Sale el espectro. Si alguna referencia oculta a Roth encierra la película, posiblemente sea a Engaño, una obra construida mediante una sucesión de diálogos de un hombre con una serie de mujeres, sus amantes. De esa novela tan poco narrativa, y tan exuberante como era habitual en Roth, recuerdo el desasosiego que me produjo ese enorme apetito de fracaso de alguna de las mujeres y, en tal sentido, Roth era un maestro a la hora de dejar a sus personajes en carne viva. Personajes tan feroces en la reivindicación de su deseo –deseo de sexo pero sobre todo de las virutas que acompañan o se desprenden de la relación y que se usan como trofeo– que el otro parece un pretexto, la encarnación del fantasma. De ese contraste, de esa ferocidad, surge la desoladora constatación del espacio vacante que los separa para siempre.
En relación a esas huellas, que el director consigue no subrayar excesivamente, me pareció que surgían una forma de vincularse al pasado, es decir a la historia del cine y de reclamar sin falso rubor la herencia de los maestros escogidos. Me llamó la atención que, al contrario de lo que suele hacerse cuando un escritor se inspira en Roth –y son muchísimos quienes lo han hecho en los últimos años–, el director de Marriage Story no se pone de igual a igual sino propone la escala y jerarquía habitual entre padres e hijos –obsérvese, de paso, que los progenitores de los protagonistas son, o fueron, un par de desastres. En el mismo sentido parecen actuar los parlamentos y la acción de los abogados: son los passeurs a ese territorio donde uno llega solo si acepta ser un superviviente. Aquí no hay romanticismo ni elegías ni una redención milagrosa, solo el aprendizaje de que hay que dejarse la piel para salir adelante y vivo de esa empresa de mutua devoración que a veces es la pareja {no hablo de mí: no me interesan nada las relaciones sadomasoquistas}.